En defensa de la procastinación

Cuentan que cuando las primeras casetas telefónicas se instalaron en los pequeños pueblos de la amazonía, las colas para poder hablar eran interminables.

No era raro porque entre los pobladores de esa zona el concepto de prisa no tenía esa carga de estrés que tiene ahora para el mundo civilizado.

La vida toda no era la misma y quizás por ello la pregunta más importante que los lugareños tenían para hacer a sus familiares cuando lograban tenerlos al otro lado de la línea era con qué se habían soñado.

En su libro “La economía de la edad de piedra” Marshall Sahlins dice que en el mundo primitivo se produce para vivir y no se vive para producir.

La idea era muy simple, satisfacer las necesidades con el menor esfuerzo posible y poder así dedicar la mayor parte del tiempo a la vida social.

Sociedades en las que el disfrute era considerado un valor importante y en las cuales la gente pasaba horas conversando hasta que el hambre apretaba y el grupo de turno debía buscar gusanos y dátiles para llenar el estómago.

Qué lejos estamos hoy de ese mundo primitivo.

La vida actual pasa en un suspiro.

Es raro no estar corriendo siempre presionados por el tiempo que se escurre entre las manos.

Buena parte de nosotros tiene mejores condiciones de vida que la mayoría de los habitantes de la edad media pero nos falta el tiempo para disfrutarla.

Por ello, entre tanto trabajo y discurso sobre productividad, la procrastinación se convierte en una suerte de trinchera contra ese ritmo abusivo y enajenante.

No es que queramos volver a los taparrabos y a los cantos tribales pero creemos que no estaría mal reflexionar sobre la dirección que ha tomado nuestra vida para ver si es posible bajar un poco este vertiginoso ritmo que ha empeorado nuestra calidad de vida y ha distanciado nuestras relaciones.

Cómo bien decía una monja budista de cuyo nombre no puedo acordarme:

“No corras, no corras. Todos llegaremos”

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